Segunda parte de «Los crímenes silenciados», discursos y delitos de odio contra personas LGBTI en la Amazonía peruana

Perú.- La Lupuna es uno de los gigantes verdes de la Amazonía. Un árbol que puede llegar a medir 70 metros de altura, y al que se le atribuyen propiedades medicinales y creencias míticas. Uno de estos ejemplares resiste desde hace más de 200 años en Pucallpa, en la región Ucayali, y es la atracción turística de un parque que lleva su nombre. Sin embargo, las marcas de bala en su tronco narran otra historia: a sus pies eran arrojados los cadáveres de ladrones, drogadictos, prostitutas y homosexuales que fueron acribillados por los terroristas a finales de los 80.

Romy Ramírez Vela tenía 28 años cuando se salvó de ese destino. Era 1989 y vivía en casa de sus padres, casi a escondidas, porque cuando caía la noche las patrullas subversivas recorrían la zona para interceptar a homosexuales. Salía exclusivamente para hacer compras, pero esa tarde se escabulló a fin de encontrarse con su enamorado. Al regreso, ambos se quedaron conversando a pocos metros de su vivienda y no se percataron que se aproximaba una camioneta con media docena de hombres armados, hasta que los tuvieron cerca.

El vehículo bajó la velocidad y, al pasar, uno de sus ocupantes estiró la mano para rozar los hombros de Romy, que llevaba una larga cabellera. Su grito agudo y breve hizo que el terrorista saltara de la camioneta. Este desenfundó su arma, le apuntó a la cabeza y gritó: ¡Corre conchetumadre, corre! Romy corrió sin voltear. Llegó a su casa con un hilo de voz, pidiendo a su madre que le abra la puerta. A su novio, que vio cómo la apuntaban en todo el trayecto, le dijo que si volvían a verlos juntos los iban a fusilar, uno a espaldas del otro.

“Los terroristas te degollaban, no tenían piedad. Los muertos aparecían en las esquinas, sobre todo gente de mal vivir, como le decían a las mujeres que engañaban a sus maridos, a los ladrones, a los homosexuales (…) Los terroristas tenían una lista negra con el nombre de las personas que iban a ser fusiladas (…) Las sacaban de sus casas, de las fiestas, las mataban y las tiraban a La Lupuna. Allí arrojaban a los muertos” – Romy Ramírez Vela (61) – Peluquero de Pucallpa.

Han pasado más de dos décadas desde que el terrorismo dejó de ser una amenaza para sus vecinos. Romy sigue viviendo en el mismo barrio y para llegar a su casa debe cruzar La Lupuna, el recordatorio permanente de su supervivencia y de aquellas compañeras que no lo lograron.

El primer documento oficial que confirma estos crímenes es el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), grupo de trabajo creado para analizar el conflicto armado y formular propuestas de reparación, y que este año cumple dos décadas de publicación. El texto narra cómo los grupos subversivos aplicaron una política de “limpieza social” contra aquellos que consideraban seres indeseables para la comunidad, por ejemplo, las personas LGBTI. Una acción que el sociólogo José Montalvo Cifuentes atribuyó a los mandatos culturales y extremismo ideológico promovidas por estas organizaciones criminales.

El informe de la CVR se desarrolla en nueve tomos, pero la violencia contra las personas LGBTI se describe en apenas un par de páginas y en base a cuatro casos identificados. Tito Bracamonte, exsecretario ejecutivo de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y expresidente del Movimiento Homosexual de Lima (Mhol), recuerda que la inclusión de estos crímenes en el documento oficial fue casi accidental, a pocos meses de que se imprima el texto final.

“En 2003, el Mhol realizó una vigilia pública para denunciar los crímenes contra la comunidad LGBTI. Se levantó un altar con fotos de las víctimas y se incluyó la matanza en la discoteca Las Gardenias [Tarapoto, San Martín] que salió en la prensa de aquel entonces. El equipo de la Comisión de la Verdad, que estaba por publicar su informe, vio la muestra y le pidió a su equipo cruzar sus datos con los nombres que mostramos”, explica Bracamonte.

A los investigadores de la comisión no les tomó mucho tiempo corroborar que uno de los asesinatos mencionados en la exposición del Mhol estaba en la lista de crímenes que habían recopilado. El problema era que no habían indagado en la identidad de género de las víctimas, solo en sus nombres legales. Tras revisar sus datos pudieron corroborar y añadir los cuatro casos que citan en su informe.

Se trata de las masacres en el distrito de Aucayacu, Huánuco, en 1986; en el sector La Hoyada, Pucallpa, en 1988; y dos crímenes en la ciudad de Tarapoto, San Martín, en 1989. Uno de estos es el asesinato de una persona que apareció con el cartel “Así mueren los maricones”, y el otro es la matanza en la discoteca Las Gardenias que ocurrió el 31 de mayo de 1989, y entre los que se encontraban miembros de la comunidad LGBTI. En conmemoración a las víctimas, la sociedad civil logró que cada 31 de mayo sea recordado como el Día Nacional contra los Crímenes de Odio.

Estos hechos —junto con la declaración que daría en 2008 el sobreviviente Roger Pinchi Vásquez ante el Ministerio de Justicia, sobre lo que le ocurrió a él y a su hermana Fransua Pinchi— son los únicos identificados por el Estado peruano como crímenes y vulneraciones contra personas LGBTI durante los años de terror, sin embargo, no son los únicos.

Los testimonios recogidos en este reportaje coinciden en que la mayor persecución ocurrió en el sector La Hoyada, una franja ribereña tomada por la delincuencia, pero donde las personas trans y homosexuales habían armado improvisadas canchas deportivas para jugar vóley sin sentirse juzgadas. Aquí, el 12 de setiembre de 1988, ocurrió una de las cuatro masacres que se relatan en el informe de la CVR. Ese día los periodistas fueron convocados por miembros de Sendero Luminoso para presenciar un fusilamiento público.

“Eran las 05:30 am cuando un grupo de senderistas apareció llevando consigo a ocho personas, entre hombres y mujeres, a quienes colocó en fila. Enseguida tres hombres armados con metralletas dispararon ráfagas sobre ellos”, señala el documento. Según la información recogida por la CVR, uno de los periodistas que llegó a la zona relató que las víctimas “eran fumones, cabros y prostis”. Los cadáveres —añade el informe— terminaron en una fosa común y nadie reclamó los cuerpos.

La Hoyada fue el patíbulo y el punto de escape. Decenas de personas trans y homosexuales formaban colas en la ribera para subir a embarcaciones que las llevarían a la vecina ciudad amazónica de Iquitos, en la región Loreto, que por carecer de acceso terrestre prometía ser un refugio temporal ante el avance del terror. En el barrio recuerdan haber despedido a varias compañeras que se vieron forzadas a migrar, entre 1985 y 1990, luego de escuchar que sus nombres habían sido incluidos en una suerte de lista mortal.

Si bien el principal verdugo de la identidad de género en La Hoyada fue Sendero Luminoso, el MRTA también desplegó acciones de amedrentamiento. Un artículo del extinto diario Página Libre, del 19 de julio de 1990, refiere actos de tortura cometidos contra dos jóvenes homosexuales. “Dichos sujetos habían sido conducidos hasta oscuros parajes por efectivos del MRTA, quienes, luego de darles una dura golpiza y amenazarlos de muerte por proseguir con sus actividades callejeras, les robaron sus pertenencias dejándolos desnudos y atados a un árbol”, se lee en la nota.

Uno de los que vivió en esta zona es Sergio Venegas, un diseñador de modas reconocido en Pucallpa por los impactantes vestidos de gala que crea para concursos y desfiles LGBTI. En su sala de costura, entre lentejuelas y fardos de telas que recrean su mundo de glamour, sus hijos juegan persiguiendo a un perro. “Nuestros padres nos criaron diciendo que debemos tener hijos sí o sí. Tengo niños y estoy muy orgulloso de ellos. Me quieren y me adoran tal como soy, ya no tengo que esconderme ni avergonzarme de nada (…) Como ves, tiendo a ser medio machito, no soy muy loca, pero por muchos años no pude ser yo mismo y eso me chocó bastante”, dice.

Sergio recuerda que tuvo que enrolarse en la Marina de Guerra del Perú a los 17 años para esconderse de Sendero Luminoso, pues sus militantes buscaban a jóvenes que estaban próximos a cumplir la mayoría de edad para integrarlos a sus filas. Lo transfirieron a la Base Naval de Iquitos, en la región Loreto, para cumplir labores administrativas por dos años, y fue allí, en el cuartel, donde aprendió a responder y a liarse a golpes cuando alguien insinuaba que era homosexual. Tuvo que modular su voz y reprimir su comportamiento.

“Hice muchas cosas para sobrevivir. Me presenté al servicio militar para esconderme, para cuidarme y salvaguardar mi vida (…) Tenía que estar pendiente de mi actitud, no podía ser yo (…) El día a día me ha hecho como soy: soy padre, tengo hijos, pero soy parte de la comunidad LGBTI y eso no me avergüenza. Sigo siendo la madre, la abuela y la tía”, Sergio Venegas Cavalcanti (54) – Diseñador de modas.

Cuando Sergio regresó a La Hoyada las acciones subversivas habían escalado. Los campeonatos de vóley, una actividad integradora para la comunidad LGBTI, se convirtieron en actividades de identificación y muerte, debido a que terroristas infiltrados se sentaban entre el público para observarlos e indagar por su identidad de género. Querían saber quiénes eran los que ejercían la prostitución o quiénes salían en las noches con ropas femeninas.

Sergio negaba ser homosexual. Recuerda que en dos ocasiones unos desconocidos lo encañonaron camino a casa, advirtiéndole que no querían verlo ‘callejeando’. También supo de compañeras que se negaron a ocultar su identidad de género y fueron asesinadas y arrojadas al río Ucayali, o aparecieron muertas en los jirones Espinar, El Arenal y lo que antes se conocía como el sector Pacacocha. Los datos incluidos en el informe de la CVR confirman que “la mayoría de los cadáveres [de personas LGBTI] fueron arrojados a los ríos y botaderos”.

Sociólogos que han analizado la violencia terrorista, como Montalvo Cifuentes, coinciden en que los senderistas aprovecharon los prejuicios existentes en la sociedad para justificar sus crímenes. Su consigna era eliminar a los que consideraban “lacras sociales” y, de paso, ganar el respaldo de quienes pensaran lo mismo. Y lo lograron. “Un sector de los pobladores aceptó [los asesinatos] como oportunos, pues les otorgaba mayor seguridad y tranquilidad. La demanda social condujo a algunos núcleos poblacionales a desear la presencia de los senderistas para realizar campañas de limpieza”, señala el informe de la CVR.

Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), “cuando ocurren crímenes contra las personas LGBTI, con frecuencia están precedidos de un contexto de elevada deshumanización y discriminación”.

Este respaldo social y el estigma contra las personas LGBTI hicieron que los familiares de las víctimas y sobrevivientes adopten un perfil bajo y no busquen justicia. “Las enterraban como hombres, sin poner su nombre de mujer. No querían admitir ni que se supiera que su familiar era gay”, recuerda Romy Ramírez. La palabra que más repitieron los y las entrevistadas cuando comentaron los motivos de este silencio fue: vergüenza.

Algunos de los y las sobrevivientes trazan una línea entre sus actitudes y apariencia con el comportamiento que tuvieron las compañeras que fueron asesinadas. Unos las describen como “rebeldes” o “desobedientes” por evidenciar su identidad trans en los años del terror, sobre todo si eran personas que debían recurrir a la prostitución callejera para mantenerse. Otras cuentan que se salvaron de ser ejecutadas porque tenían oficios conocidos o cuidaban de sus padres.

«Trabajé de cocinera en Tocache [región San Martín]. Nunca me pasó nada grave. Perdí a unas cuántas amigas por allá, pero qué se va a hacer, la vida es así, ellas no sabían entender (…) Las masacraron, arrastraron y las mataron, pero por rebeldía. Les decían que se porten bien. ¿Qué significaba eso? No hacer travesuras ni líos, ir de tu trabajo a tu casa. No podías andar toda transformada (…) Yo solo jugaba con los tintes en mi cabello, pero siempre corto. Me ponía una gorra y ya», Jorge ‘Pilancha’ (62) – Excocinera y peluquera.

«Yo regresaba de un campeonato de vóley nocturno cuando me agarró el terrorismo. Me pusieron una pistola en la nuca y me hicieron caminar desde el distrito de Manantay hasta mi casa. Se sabían toda mi vida: donde trabajaba, cuántos hermanos tenía, quiénes son mis amigos, todo (…) No nos mataban cuando veían que teníamos un trabajo y nos dedicábamos a ayudar a nuestros padres. Si no estábamos en prostitución, drogas o robo nos dejaban vivos. Al menos así decían», Jairo Tapullima Viteri (55) – Peluquero de Pucallpa.

Tras el cese de la violencia, Sergio bautizó su taller de costura como Casa Hogar Niño Gay y alojó por cortos períodos de tiempo a compañeros homosexuales que se veían forzados a abandonar sus viviendas por maltratos. También participa como promotor de salud en proyectos de prevención y tratamiento del VIH en su comunidad. Equilibra su activismo con el glamour de los desfiles, dice que convirtió el miedo en resistencia.

El mismo contexto de violencia impulsó a su amigo Carlos Vilca Abal a fundar, en 2007, el Movimiento Cultural Igualdad y Futuro (Mocifú). Su objetivo —dice— es capacitar en temas de derechos humanos, liderazgo y salud a las compañeras LGBTI de Pucallpa para que estos crímenes no se repitan. “Tengo muy presente el caso de una chica trans llamada Vicky. La habían amenazado porque salía vestida de mujer. En 1991 la degollaron y su cuerpo fue tirado cerca a una cancha de vóley. Así era en esos años: unos días estábamos jugando y otros velando”, recuerda.

A través del vóley, Vilca Abal se conecta con jóvenes en situación de vulnerabilidad y las invita a participar en sus talleres, pero en la campaña electoral de 2021, cuando corrieron los rumores del regreso del terrorismo, ellas dejaron de asistir a las canchas deportivas.

Fuente: Proyecto de Elizabeth Salazar y Marco Garro, producido con apoyo del Pulitzer Cent

 

 

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