Opinión: Escribe Diego Quispe – Periodista 

Alberto Fujimori falleció y hasta sus últimos días fue ajeno a la ley. Su indulto había sido concedido por el Estado peruano en desacato al sistema interamericano de derechos humanos y en medio de los clamores de justicia de los familiares de las víctimas del Grupo Colina. Fujimori se fue y no pagó reparación civil por los crímenes de La Cantuta y Barrios Altos. La tarde en que pereció, su abogado participaba de una audiencia por el Caso Pativilca, uno de los procesos judiciales por los no rendirá cuentas y en los que el expediente pasará al archivo. Solo una democracia como la nuestra permite salir airoso a un exdictador y le permite gozar de cierta impunidad. Y eso también parte de lo que pregonó: con Fujimori la forma de hacer política cambia, aparece la criollada estatal, la represión con antídoto, el terruqueo como doctrina y el blindaje de los secuaces como sacramento.

Cuando los congresistas del fujimorismo alegaban que el indulto estaba bien concedido por la salud de su líder histórico, apareció Keiko Fujimori, a puertas de someterse a un juicio por lavado de activos y organización criminal, a anunciar la afiliación de su padre al partido político Fuerza Popular y su eventual postulación a la presidencia en las elecciones del 2026. Pese a que las opiniones jurídicas coincidieron en que esa candidatura era inviable y que era un insulto al carácter humanitario del indulto, la portátil naranja salió en coro a asegurar que sí era posible y que, en todo caso, sería el sistema electoral – que ellos pretenden capturar – quien iba a decidir.

Pero esa pretensión quedó en el limbo. Ahora la derecha bruta y reaccionaria solo tiene dos caminos: resignarse con una cuarta postulación de la Señora K o intentar clonar al exdictador en algún vientre de alquiler. En ambos casos, la muerte de Fujimori no cierra un ciclo, deja, todo lo contrario, heridas todavía abiertas, y una trifulca por la narrativa histórica. Por un lado, habrá quienes nieguen su responsabilidad en las violaciones de derechos humanos durante la década de los 90; habrá otros, más radicales, que justifiquen la barbarie como único método para acabar con el terror de Sendero Luminoso; y habrá, por supuesto, quienes demanden humanidad y usen la palabra odio para desmerecer cualquier crítica o recordatorio sobre Colina, los Vladivideos, la renuncia por Fax, la postulación al Senado de Japón, las esterilizaciones forzadas, los diarios chicha, la compra de congresistas tránsfugas, el fraude de las elecciones del 2000, el deterioro institucional, el remate de las empresas estatales y la imposición de un modelo económico que ha agudizado las brechas sociales.

No es la única coincidencia que Fujimori haya fallecido en la misma fecha en que murió el terrorista Abimael Guzmán, sino también que su deceso se da durante el segundo periodo más autoritario – el primero le corresponde a su gobierno – de los últimos 50 años. Si sobre Fujimori pesaron acusaciones por el asesinato de inocentes en manos del Grupo Colina, ahora el régimen que le tiende la alfombra en el Museo de la Nación, es sindicado por el homicidio de 49 ciudadanos que protestaron contra la asunción de Dina Boluarte. Fujimori y Boluarte, quien lo diría, encontraron puntos de coincidencia. Ambos practicaron el cinismo como evasión de la realidad y la frivolidad para responder y negar los cargos en su contra, y tendieron puentes para que sus aliados los protejan.

Es la muerte de un dictador en tiempos en los que la democracia peruana agoniza. Quizás ese es uno de sus legados. Y quizás Keiko Fujimori no es la única heredera. Hay otros reclamando herencia.

 

 

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